
18 Ene Julio Romero de Torres o el cantaor frustrado
Cuando contaba poco más de 20 años, Julio Romero de Torres (1872-1956) todavía no estaba llamado a ser uno de los epítomes de la pintura española. Entonces el hijo del conservador del Museo de Bellas Artes de Córdoba declinó los pinceles para entregarse a una afición que llevaba muy dentro: el flamenco. Con la ilusión de la juventud encaminó sus pasos hacia La Unión (Murcia), en una internada en la California española de las minas, que aglutinaba algunos de los cafés cantantes más célebres de la época. Su misión, probarse en el cante.
Esa afición desmedida le llevó muchos años después, en 1925, como miembro del Concurso de Cante Hondo del Teatro Pavón de Madrid , a llegar a declarar: «Si a mí me hubiesen dado a escoger entre la gran personalidad de Leonardo Da Vinci –por el que siento una admiración tal que lo reputo como el primer pintor de la historia–, o la de Juan Breva, no habría vacilado. Yo hubiera sido Juan Breva, es decir, el mejor cantaor que ha habido, yo también traté de cantar (…) pero ¿para qué repetirlo? (…) Fracasé».
Esas palabras que resumen su frustración tienen un eco real en aquella aventura que ahora saca a colación de manera indirecta y mediante un ciclo de actuaciones flamencas y otras actividades, la exposición sobre esta figura el Museo Carmen Thyssen de Málaga, durante junio.
Así, a principios del siglo pasado Romero de Torres se encaminó hacia aquellas tierras murcianas en busca del éxito y del fielato que suponían los cantaores mineros. «Según las crónicas de la época actuó ocasionalmente en un café-cantante donde pasó desapercibido. O más bien no gustó nada porque resultó abucheado. Pero luego más tarde probó en otro café, más flamenco, y parece que su eco gustó», aseguró Paco Róbenas, archivero municipal de la localidad murciana.
Los cronistas de la época, y los investigadores replicantes de después, llegan a reconocer que los asistentes de sus recitales «lloraban a moco y baba con sus seguiriyas», como figura en los periódicos de la época. Otros atestiguan que se le llegó a pedir hasta siete veces que repitiera ese cante. Pero parece ser que nunca fue suficiente para que el autor de ‘Poema a Córdoba’ llegara a dedicarse a los jipíos.
«He cantado, bailado y picado toros, salí de Córdoba y conocí la vida de los mineros y su cante flamenco. Pero no triunfé», admitiría años después en un periódico canario.
Tampoco dejó pasar otras aventuras en aquellas tierras de la fiebre del metal. Así una anécdota jugosa, también de hemeroteca, lo sitúa jugando a las cartas y ganándole un oso al propietario de un circo. Un oso que tiempo más tarde tuvo que liberar en aquellos territorios desérticos y que terminó siendo cazado por el hijo de un alcalde local.
La exposición ‘Entre el mito y la tradición’ del museo malagueño además evidencia la frecuente presencia de musas flamencas en sus obras; ‘La nieta de la Trini’, ‘Seguiriya’ o ‘La saeta’ son algunas de ellas mientras que también se conoce que tuvo especial predilección por los rostros broncíneos como el de Pastora Pavón, la Argentinita o Pastora Imperio.
Publicado en El Mundo, el 19 de mayo de 2013.
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