La triste cuna de la otra Trini

La vida no fue fácil para La Trini. La otra Trinidad con letras mayúsculas de la época más gloriosa del flamenco en Málaga. La triunfadora en aquellos cafés cantantes por los que corría el dinero a raudales de la próspera e industriosa Plutocracia de la Alameda, en Sevilla o en La Corte, donde parece que incluso tuvo ocasión de sorprender con su cante a Alfonso XII.

Igual que aquella Trinidad Huertas, que salió al mundo a bailar vestida de torero, ésta fue una adelantada a su tiempo, artista de campanillas por los tablaos de media España, que supo darle a sus jipíos un sello personal y una categoría de mezzosoprano. Hoy día su nombre acuña un cante por malagueñas que está sobre todo henchido de melancolía y requiebros de pura fantasía a la hora de interpretarlo.

Y es que la vida le sacudió fuerte a Trinidad Navarro Carrillo. Muy fuerte. Sin ir más lejos, y teniendo en cuenta las recientes investigaciones del flamencólogo, Eusebio Rioja, ni siquiera su cuna fue la de una familia humilde como parece ser que fue la que le acogió y le dio los apellidos una vez salida del expósito con dirección a la vivienda familiar en calle Trinidad de la que tomó el nombre. Así, la descubrió en su día nombrada Bernabela de la Santísima Trinidad el periodista sevillano, Manuel Bohórquez, y así la ha refrendado Rioja que explica en su origen uno de los típicos nombres que los curas daban a los bebés que les eran entregados.

La existencia de dos Bernabelas en el Registro Civil del siete y el 14 de marzo de 1866, no del 68 como se pensaba, sin apellidos y definida como «hija de la iglesia», reforzaría esta teoría y la explicación a esa extraña circunstancia de ser bautizada en San Felipe Neri, muy cerca de la casa cuna de la capital costasoleña y no en San Pablo, la parroquia correspondiente a su hogar de adopción en la calle Trinidad, de donde pudo adoptar su onomástica.

Rioja refuerza este cambio de nombre explicando que en 1897, cuando fue operada de un tumor uterino, le confiase al Doctor José Gálvez Ginachero los datos familiares de una parentela que no tiene que ver con sus padres adoptivos y quizá sí con los que ya había conocido como naturales. Aquella delicada operación también sería glosada por la mejor cantaora de malagueñas que dio el flamenco de la época; «El día catorce de abril/ no se borra de mi mente/ y siempre tendré presente/ que este día me ví/ a las puertas de la muerte». Letra que hoy día todavía reproducen en su memoria algunos cantaores.

Tanto fue así que incluso hubo quien la dio por muerta en ese trance. En concreto el 30 de septiembre de 1893 en La Unión Mercantil, F. Macías Amaya escribe que la halló cadáver cuando iba a visitarla en el Hospital mencionado e incluso da detalles de cómo encuentra el óbito aunque en este caso «mostrando su garganta antes tan hermosa, perforada de fístulas violáceas que supuraban un humor amarillento y pegajoso».

¡Imagínense! La Trini muerta en la flor de su vida y no en 1930 como la finiquitan todas las biografías oficiales. ¡Y lo decían los papeles! Pero no fue así (actuó poco tiempo después en el Café de España). Según una versión del incidente obtenida por el escritor y también investigador del hecho jondo, José Manuel Gamboa, unas sobrinas nietas le confesaron que fue su propio amante el que desafió a la muerte y la medicina. La agarró en este lecho de muerte, y sacudiéndola con fuerza la recobró para los vivos.

Se desconoce que fuera el mismo que en su día le ensartó un cuchillo en su ojo en un oscuro ‘accidente doméstico’ y que la dejó tuerta, con un ojo de cristal para los restos. Mucho parece ser que sufrió también de su sexo opuesto y en concreto del susodicho Agustín el Caracolero «inquietante figura de chulo brutal y sentimentaloide, aficionado al cuchillo y vanidoso autor de coplas en su mayoría plagiadas, que luego las hacía cantar a su amante», como lo definieron en su día.

Por esto y por más parece que pasó La Trini, o Bernabela, pues son varias las fuentes que le hacen empresaria no sólo del famoso ventorrillo de La Caleta donde Fernando el de Triana la escuchó excelsa una tarde «parar las olas» con su cante sino también por otros lares entregada al oficio más viejo del mundo o simplemente, como La Cuenca, olvidada del mundo, tras saborerar las mieles del éxito, o lo que era lo mismo en esos callejones de la perdición y el vicio de las Siete Revueltas.

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