
09 Sep La Edad de Oro: la necesidad de la ceremonia de la sala de cine
Mi padre no me dejaba silbar ni cantar en los almuerzos, tampoco estar sin camiseta ante el plato. Cuando la comida humeaba en la mesa un silencio sólo roto por ‘el parte’ (el telediario) se imponía. Era la manera de mantener lo ceremonioso ante el hecho importante de comer cada día. No había oración previa pero sí una actitud de cierta concentración en la relevancia de lo que se hacía en ese momento.
Era hora de respetar el sagrado camino que esos alimentos habían hecho desde los riñones de mi padre y las manos hinchadas por el hielo de la pescadería de mi madre hasta mi boca. Hace poco lo comprendí. Mi padre no era ningún amargado, ni un retrógrado que me haya impuesto sus costumbres porque sí. Trataba de comunicarme la necesidad de disfrutar cívicamente lo que había costado trabajo y era digno de saborearse con detenimiento.
Ayer escuché de boca de uno de los actores más respetados de este país una anécdota esclarecedora, en el marco de los encuentros del ciclo malagueño ‘La Edad de Oro’, en el cine Albéniz, sobre cine clásico: «Supe que algo había cambiado en la historia del cine y de mi vida cuando viendo en mi casa por primera vez ‘Lo que el viento se llevó’ en vídeo, pude parar a Vivien Leigh en un escorzo para ir a mear al baño. Hasta entonces si yo iba al baño en el cine me perdía parte de la peli». José Sacristán hablaba de algo que ha ido ahogando al cine hasta convertirlo en un ingrediente más del comer palomitas. La desaparición de la ceremonia y la concentración de la sala oscura, que con la llegada ‘democrática’ y ‘abaratadora’ del VHS y luego el visionado digital por internet, ha casi desaparecido.
Leo esta mañana (en mi móvil) un artículo de Luis Martínez en El Mundo sobre este asunto, en el que David Cronenberg -cineasta internacional- era citado porque ha declarado que ya ha llegado la hora de cerrar todas las salas de cine y entregarnos por completo al aparato: ver pelis en el móvil es lo que nos queda, ha sentenciado. Y yo me he rascado un poco la barriga en el sofá y me he acordado de mi padre, que también iba al cine por una perra gorda o algo así y que recuerda de memoria la trama de muchas películas. Cosa que yo no consigo ni con una peli reciente de las que veo repanchingado en el sofá. La ceremonia, me digo, es lo importante. Es lo que le otorga reverencia al producto, lo graba en nuestro cerebro.
Dejando lo de Cronenberg al margen, había llegado yo al encuentro que les decía, donde habló José Sacristán con el director José Luis Garci (el Scorsesse español, permítanme el chascarrillo hecho por él mismo), pensando en cuantas veces hablaría éste de John Ford y Sacristán del Partido Comunista y ambos en la ceremonia del encuentro apenas mentaron a sus mantras habituales. La parafernalia les llevó por otro lado. Ambos señalaron la llegada del color o del cinemascope como sus epifanías particulares en sus cinefilias respectivas. Hablaron de acontecimientos técnicos, no de películas históricas curiosamente.
Yo había cabeceado a lo Santillana antes viendo una peli de Jean Luc Godard, del mismo ciclo de cine clásico, la película se titulaba ‘Origen USA’. Pese a esos episodios de sueño no osé levantarme y salir a que me diera el fresco fuera del Cine Albéniz, donde ocurre todo esto, porque había un hombre de gafas de pasta muy atento en mi fila que no quería molestar. El respeto a la concentración del otro y la incomodidad de las butacas de la sala me hizo despertarme alguna vez, no como me hubiera ocurrido en el sofá de casa. Esto supuso que pillara algo de la trama surrealista del francés. En el cine vi algo, en mi casa ni lo hubiera olido.
Quiero decir con esta anécdota que la sala te marca un respeto y una concentración, pues pocas cosas más puedes hacer en ella (poco más) mientras que si yo hubiera visto a Godard o a Garci en casa quizá me hubiera quitado las zapatillas, me hubiera puesto cómodo y no hubiera llegado ni al final. Ni qué decir tiene que el cine que tiene una intención artística o de pensamiento jamás será valorado en un móvil donde en la recepción del mensaje seguro que intervienen mil factores audiovisuales alrededor que disminuyen esa concentración y respeto requeridos.
El cine clásico se alimentó de esa ceremonia. Del consumo responsable, de una o dos veces por semana. De la selección buena de la película, no se podía errar. Del silencio (tan necesario en el flamenco que tanto me gusta y que la gente confunde con algo de feria y jaleo). Porque no es igual ver un Picasso en el móvil que verlo a un metro en un museo. Escuchar a Arcángel en un Teatro Cervantes cantando por seguiriyas, que a un cantaor estupendo al lado de un tiovivo o una tómbola, o subido a un balcón. Eso son cantos de sirena.
Tampoco puedes comentar una película igual en casa que en el cine, pues encuentras algún amigo saliendo por la puerta y se produce el intercambio de opiniones cara a cara, se sociabiliza más en carne y hueso y te obliga más a la verdad. No es igual en la red, cambian los códigos. Mi pareja llora y yo lloramos más ante un drama en la sala de cine que en casa. El impacto es mayor. En casa puedes parar la película y verla al día siguiente pero se rompe la concentración, se destroza la ceremonia, pierdes el hilo, deja menos huella en la memoria. No le cojo la mano igual. No sabemos que por mucho que peleemos en una sala de cine volveremos a reconciliarnos, a colocar su cabeza en mi hombro y a recordar yo a mi padre viendo aquellos western a perra gorda como el mayor acontecimiento fantástico al que haya asistido en su vida. Por eso tampoco silbamos en los cines, ni debe comerse más que palomitas en ellos.
Por eso vivan las salas de cine y las películas que merecen el precio de una entrada.
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